lunes, 8 de julio de 2013

El contexto sí importa.

Dos motivos me han llevado a escribir esta entrada "especial": el primero, una despedida de "status", ya que dentro de poco pasaré de "estudiante" a "licenciada"; el segundo, porque estoy harta de que se considere que los contextos socioculturales no influyen en la vida y educación de las personas (y viceversa). Detrás de cada estudiante hay una historia. Y esta es la mía.
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El contexto sí importa.
Una mirada autobiográfica y de clase sobre la educación.


Dedicado a todos los profesores y profesoras que educan luchando
en Uruguay, en el Estado español, y en el mundo entero.
Ustedes son la semilla de la sociedad nueva.



Quien les escribe es una uruguaya nacida en Montevideo en 1986, época en la que finalizaba la dictadura militar de aquel país, y parecía presentarse el inicio de una etapa que prometía algo bueno, o algo, al menos, a secas.

Me crié en un barrio obrero, humilde, con una gente muy linda que aún hoy recuerdo al completo, casa por casa, familia por familia, nombre por nombre. En él, andar en bicicleta fue una fiesta, y jugar en la calle bajo la lluvia también.

Estudié en escuela pública, con una moña azul y una túnica blanca (típico de las escuelas públicas de Uruguay). Desde pequeñita apuntaba a ser buena estudiante y aprobé todo los cursos de primaria con sobresaliente. Al iniciar la educación secundaria continué sacando buenas notas, hasta el curso en que la crisis económica empujó a mi padre a emigrar y todo comenzó a cambiar para mí.

Mi padre viajó a Canarias en busca de trabajo, con la perspectiva de mandarnos a buscar a mi madre, a mi hermana y a mí una vez que él estuviera establecido. Para mí, persona que nunca había vivido ni siquiera una mudanza , imaginarme viviendo en otro país resultaba abrumador, caótico, desmembrante, desestabilizante. Todo esto (sumado al hecho de que al no estar mi padre tuve que ayudar a mi madre en el trabajo) implicó inevitablemente que mis notas bajaran, si bien continué aprobando.

Recuerdo a todos los profesores y profesoras de aquellos años de secundaria, pero, sobre todo, guardo un especial recuerdo de dos profesoras de Ciencias Sociales y un profesor de Historia (es curioso como una adolescente ya puede ir apuntando maneras desde tan joven). De las dos primeras recuerdo en concreto dos clases que me marcaron para toda la vida; quizás fuera la sorpresa ante la información que me brindaban la que hiciera que se me quedaran impregnadas sus palabras en el cerebro para siempre.

Mi primera profesora de Ciencias Sociales de secundaria llegó un día a clase con una gráfica que reflejaba los índices de horas de trabajo de personas de todos los países del mundo, en la cual se veía perfectamente -para sorpresa de toda la clase- que las mujeres trabajaban más que los hombres. Su explicación la dio con dos preguntas simples: “¿qué hacen sus padres cuando llegan de trabajar?, ¿cuándo paran de trabajar sus madres?”. En esos índices también aparecía Kenya como el país más pobre del mundo y en el que las mujeres más trabajaban: la profesora aprovechó esto para decirnos que en África había mucha pobreza y sobre todo muchas guerras, pero que ningún país intervenía porque a nadie le importaba, total, cuanto antes se mataran los africanos, antes se quedarían los ricos con sus recursos... Y yo que escuchaba todo esto por primera vez, tenía los ojos que se me salían de las órbitas.

La profesora de Ciencias Sociales de segundo curso (que recuerdo era hermana de una maestra mía de primaria, muy querida por todos) nos explicó la revolución industrial y sus consecuencias para el “tercer mundo” usando como ejemplo el jugo de naranja: el “tercer mundo” planta naranjas (que es la materia prima), el “primer mundo” tiene la capacidad y las máquinas para hacer jugo de naranja (producto manufacturado); el “tercer mundo” vende las naranjas pero compra el jugo hecho; evidentemente las naranjas se venden más baratas que el jugo, así que el “primer mundo” siempre tendrá más dinero. Y así aprendí que la Revolución Industrial supuso la pobreza y sometimiento del tercer mundo que quedó condenado a -únicamente- servir de materias primas al Norte rico.

Con especial cariño recuerdo el tercer curso, el último allá: esa aula era un caos. Teníamos la peor clase -según los profesores- que en años había pasado por ese Liceo. Normal -pienso ahora desde mi perspectiva de profesora de clases particulares- porque si a mí me cuesta dar clase a una o dos personas, ¿qué pasaría en un aula con 40 alumnos y alumnas?

En particular, el profesor que más se quejaba de nosotros era el de Historia, el cual además, curiosamente, era alérgico a la tiza. Daba sus clases de forma oral, nunca escribía nada. Eso sí, contaba la historia como si él la hubiera vivido en primera persona, como si él hubiera combatido en cada batalla, y como si hubiera sobrevivido única y exclusivamente para sentarse en esa silla, al lado de la ventana, a relatárnosla. Su modo de evaluarnos no era convencional (con exámenes) sino que nosotros debíamos presentar también determinados temas, exponerlos ante el resto de la clase. Mi timidez extrema hizo que me pusiera notas bajas (varios 1, para ser exactas) durante unas cuantas evaluaciones hasta que me atreví a hablar en público. Ese día me dijo que yo era para él -hasta entonces- una mosca blanca (no existía), pero que le había sorprendido ahora con mi exposición y mi forma de expresarme, y que tuviera en cuenta esta capacidad mía en un futuro cuando eligiera a qué quería dedicarme (no podía pensar en otra cosa el día en que me matriculé en Filosofía).

Poco tiempo después emigré. Agosto del 2001. Un año en el que la gente abandonaba el país en masa.

Evitaré los episodios traumáticos, tener que abandonar Uruguay, abandonar a mis amigos, a mi familia, mi casa, porque estoy convencida de que la emigración -como tantas otras experiencias- si no se vive es imposible entenderla. Lo único que puedo decir al respecto es que si hay un antes y un después en la Historia por el nacimiento de Cristo, el antes y el después de mi vida está marcado por la emigración.

Aquí en Canarias, donde vivo actualmente desde ya hace más de 11 años, acabé la secundaria como pude. La dejé dos años, la retomé después. No me centré nunca. Nunca pude volver a tener buenas notas. Aquella niña brillante se había esfumado al igual que el futuro que siempre había imaginado en Uruguay. Me había convertido en una persona despistada y desmostivada a la que estudiar para un examen le suponía un sobreesfuerzo insoportable.

Observo y reconozco hoy desde la lejanía de la edad adulta toda una serie de experiencias que se me fueron presentando mientras acababa el bachillerato y comenzaba mi aventura universitaria, las cuales -estoy convencida- marcaron una diferencia en mi vida en general, y en particular en mi vida estudiantil: mis padres se separaron; vi el dolor en el pecho de mi madre cuando se fue mi abuela sin que -por la distancia- ninguna de nosotras pudiéramos despedirnos de ella; mi otra abuela pasó un cáncer sin yo poder cuidarla ni mimarla a los pies de la cama; sufrí las violencias institucionales por ser emigrante, mujer e ilegal; sufrí las violencias institucionales por ser sudamericana; vi el dolor del emigrado en las colas de “Extranjería” (vaya nombre) esperando desde las 2 de la madrugada para ver si algún funcionario se apiadaba de nuestra alma y nos daba número para entrar a tramitar los dichosos “papeles”; sufrí la negación de una beca por falta de un maldito "crédito" cuando esa beca significaba para mí un año de subsistencia; vi a mi padre mucho tiempo sin trabajo sintiéndose un inútil porque el sistema te dice que sólo siendo productivo vales la pena; vi a mi madre yendo a trabajar enferma porque sino la comida no entraba a casa; sufrí -junto a muchas compañeras más- la represión por ser roja, por ser una joven de esas que sueña un mundo mejor; vi a varios amigos cruzar el umbral de la cárcel sólo por cometer la osadía de gritar lo que piensan. En conclusión, sufrí como emigrante el desarraigo cultural y como ciudadana canaria el desarraigo social y económico, de la mano de la clase social a la que siempre he pertenecido.

Dadas las circunstancias, y gracias a mi profesor de bachillerato, encontré refugio ideológico en la Filosofía y la escogí como carrera, conviertiéndome, además, en la primer persona de toda mi familia con estudios universitarios. Ya no era, no fui y no soy aquella niña brillante (se quedó en Uruguay), así que estudié, viví y disfruté como pude esta etapa como estudiante, una estudiante mediocre quizás -desde el punto de vista académico, por mis notas y por haber tardado dos años más de lo estipulado en acabar la carrera- , pero una estudiante mezcla de esfuerzo en lo académico y de militancia política, la cual -comprendí finalmente- es la actividad indispensable para el verdadero aprendizaje y aplicación de la filosofía, fuente de la que emana y hacia la que vuelve todo pensar y toda crítica. 

Seis años después de empezar la aventura universitaria, se cierra esta etapa para mí. Sin embargo, esta es una visión individual e insignificante. La historia que aprendí desde pequeña se repite cíclicamente sobre nosotras las personas consideradas números: guerras, hambre, emigración, pobreza... y sobre la educación se esparce la sombra del dinero y la excelencia. En Uruguay, porque no quieren aumentar el presupuesto en educación y las huelgas son deslegitimadas desde el poder; en el Estado español, porque el ministro de Educación ha considerado innecesario que el Estado financie la educación de las personas sin recursos si no son alumnos excelentes de muy buenas calificaciones... ¡Gran criterio! Por todos es sabido que la misma capacidad tiene de estudiar una persona con la vida económicamente resuelta, que una persona de clase baja; un ciudadano español que una emigrante; un joven con familia -de cualquier tipo- que un joven desamparado; una joven madre adolescente que la hija acomodada de cualquier político ricachón de turno.



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8 comentarios:

  1. Admiro tu lucha, tu constancia, tu dejar las cosas y volver a ellas, seguir a pesar de las circunstancias...........Yo no tuve tanta fuerza.

    Texto conmovedor con el que me identifico con casi cada palabra siendo otras mis circunstancias que a la hora de hora resultan casi las mismas (de país no he cambiado, de ciudad muchas veces).

    Felicidades y mucha suerte en tu nueva etapa.

    Muak!!!

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    1. Muchas gracias Lula por escribirme esas palabras tan bonitas :)

      Las historias personales son particulares y generales a la vez. Ser todas nosotras seres-sociales en esta sociedad que nos educa y constriñe tiene como consecuencia que las historias personales se repitan constantemente en todo el mundo, y se conviertan así en universales.

      Cuando escribía esto tenía la sensación de estar escribiendo mi historia, a la par que la historia de muchas amigas mías (como vos), y de mucha gente en el mundo, totalmente desconocida... matices más, matices menos, pero la historia de todas... vidas marcadas por los desarraigos.

      Un abrazo fuertote y nocturno. Vos me entendés. Seguimos en la lucha compa.

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  2. Una pregunta:
    Este ensayo (debo aplaudir el buen estilo gramatical) ¿Está contextualizado a las sociedades de América Latina o aplica bien a las sociedades también de Europa?

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    1. Mezcla ambas realidades, pues soy de América Latina pero inmigrante que vive en el Estado español. En cualquier caso creo que es aplicable a cualquier sociedad de economía capitalista, pues el pilar de este sistema es justamente la idea -errónea- de que todas/os tenemos las mismas oportunidades de "progreso" personal, como si el contexto (las cartas que nos toca en el juego) no importaran.

      Gracias por tu comentario. Saludos!

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    2. Sabes ese chiste que dice: "más hace el que quiere que el que puede". Pues no me hace gracia. Y en todo caso, no requiere el mismo esfuerzo.

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