"Esta
noche ni tú ni yo estaremos solas,
te
lo prometo, me lo prometes, estaremos juntas."
Cristina
Peri Rossi
Los gritos
de mi abuela me hacen saltar de la silla. No puede moverse
prácticamente (está postrada en una cama) y me pide ayuda para ir
al baño. Lleva diez días en el hospital. Bueno, llevamos diez días
en el hospital. Cuando me avisó mi tía que la internaban en
cuidados intensivos por una neumonía, una infección generalizada en
todo el cuerpo que la tenía al borde de la muerte, decidí (llena de
angustia y pánico de no llegar a tiempo) tomarme ipso facto el avión
desde las Islas Canarias (donde vivo desde hace quince años) hasta
Uruguay (donde viví hasta mis quince años), y acá estoy esta
noche, de guardia al lado de su cama, mientras lucha aún contra una
bacteria para seguir viva.
Cuando me
pide que la ayude a levantarse para ir al baño le explico que no
puedo, que no puede. Me dice que le importa tres pepinos, que va a ir
al baño igual con o sin mi ayuda. El cuerpo no le responde y yo, que siempre fui su nena mimada (su “reinita”), debo ejercer de
“adulta” (?) y hacerle entender que tiene puesta una sonda y
pañales, que debe hacer sus necesidades en la cama, que no puede
moverse y no puedo ayudarla a hacerlo. De esta manera me veo
obligada a negarle algo a esa mujer que se levantaba a la una de la
mañana a cocinar papas fritas a pedido de sus nietas y nunca se
quejó lo más mínimo de que le pusiéramos la casa patas pa'rriba
cuando íbamos a visitarla. Le niego mi ayuda y, con toda la razón
del mundo, se enoja conmigo. Empieza a destaparse con intenciones de
moverse, a lanzar patadas al aire, a gritarme. No sé qué hacer y
llamo al enfermero de guardia de esta noche, un treintañero con
aires de sabelotodo. La intenta convencer de que se quede quieta, la
trata como a una niña pequeña, la trata de loca y me dice que no me
preocupe que si sigue así la ata. Ella se pone más nerviosa aún.
Mala idea la de llamar al enfermero, resultó ser otro carnicero de
la territorialidad corporal de esos que convierten a las viejitas en
sacos de huesos carentes de deseos, de voz y voluntad. La
racionalización y sistematización de las actividades de cuidados
borran del mapa las emociones. Es horrible. Sumergida en
el engranaje del sistema, esta gente olvida que trata con un ser humano lleno de
sentimientos y sueños, con seres atravesados por complejas historias
de vida. En este caso mi abuela, que -entre otras muchas cosas- es
una nieta de migrantes con una nieta migrante; resulta que de ello
hemos estado hablando estos días.
Le digo al
enfermero que se vaya que yo me encargo. El tipo se va y ella se
calma. Me dice que el enfermero es un imbécil y le doy la razón.
“No dejes que me judeen”, me pide, o me ordena más bien. Le digo
que no se preocupe, que no lo voy a permitir, y se duerme. Vuelvo a
mi silla.
Mi abuela es
una señora con mucho carácter, una mujer fuerte, decidida. Sin embargo, si
tuviera que definirla con una única palabra ésta sería “curiosa”.
Su curiosidad la ha guiado en la vida. Por curiosidad, y a falta de
escuela, aprendió a leer de manera autodidacta y devora todo lo que
cae en sus manos, desde revistas de chismes hasta periódicos u obras
de Shakespeare. La curiosidad la llevó a aprender a usar ordenador,
a googlear, a enviar emails, a hacerse una cuenta de Facebook y a
enviarnos whatsapps. Fue la curiosidad también la que le llevó a
conocer su propia historia: de lxs siete hermanxs que conforman su
familia ella fue la única que preguntó a su madre por sus orígenes.
Así se enteró de que sus abuelxs eran migrantes canarixs. Su abuela
Juana viajó en barco a Uruguay desde la isla canaria de La Gomera y
su abuelo Ismael desde el sur de Tenerife. Se conocieron en
Montevideo y allí se casaron. Mi abuela guarda en su memoria -legado de estos orígenes isleños- varias palabras de jerga canaria,
el recuerdo de comer papas arrugadas y la estampa de su abuela Juana
sentada en una silla pelando verdura tranquilita, “con una paz
asombrosa”- relata. No me extraña dicha imagen, pues cualquiera
que conozca las llamadas “Islas Afortunadas” sabe de sobra que la
tranquilidad es la pieza fundamental de la idiosincrasia nacional
canaria. De los dieciséis hijos e hijas que tuvo doña Juana
sobrevivieron once. Una de ellas fue Inocencia (bautizada así por
nacer un 28 de diciembre), de la cual nació mi abuela Fanny
(bautizada así por Inocencia, que tomó el nombre de la protagonista
de una novela cuyo nombre y autoría desconozco, ¿quizás Mansfield
Park de Jane Austen? ¡Me quedaré por siempre con la duda!). De la
bisabuela “Ino” -así la llamábamos- tengo vagos recuerdos
porque murió siendo yo muy pequeña. Si cierro los ojos vislumbro a
una viejita adorable y dulce, de cabellos totalmente canos, que usaba
un delantal a cuadros de color naranja y blanco con un gran bolsillo
en el que guardaba caramelos. Recuerdo también que a mí y a mi
hermana nos llamaba “chuditas” de forma cariñosa, una palabra
que en español viene a significar algo así como “coñitos”. Mi
abuela, por otro lado, teje el perfil de mi bisabuela Inocencia con
tres gustos heredados por ella y a través de ella por mí: la
música, el teatro y el fútbol. Hizo que todxs sus hijxs fueran
-siempre que pudiera pagarlo- al teatro y al estadio. Al estadio a
ver a Nacional, debo dejar constancia. Justamente por el resultado
del último partido de Nacional fue que mi abuela preguntó nada más
despertar en el hospital, hace dos días, cuando aún estaba en
cuidados intensivos: “¿Cómo salió Nacional?”, dijo con apenas
un hilo de voz. Luego le siguieron otras cuestiones más normativas
para una abuela como los motivos de mi viaje, mi actual situación
sentimental, sus ganas de bisnietxs y su deseo de tomarse un vasito
de vino. Había cumplido los setenta y nueve años estando
inconsciente y quería festejarlos aunque fuera con retraso...
“¡Vieja bandida!” le dije cuando pidió vino al médico, y me
lanzó una mueca de risa que para su estado fue una carcajada.
Sus ganas de
fútbol, de conversación y de vino nos dieron esperanza, ¡pero qué
poco nos duró! Aunque salió de los cuidados intensivos sigue muy
mal. Por momentos vemos la luz, por momentos vuelve la oscuridad.
Estas idas y venidas son complicadas para ella y para quienes estamos
a su lado (mi tía, mi prima y yo). Y también para quienes lo viven
a distancia, como mi padre (su hijo) o mi hermana (su tercera nieta),
quienes siguen las novedades por whatsapp (imagino que) con el corazón
en la boca, con los nervios como una cuerda tensada. Estar lejos no
es nada fácil y menos en estas circunstancias.
Duerme y
respira muy profundo aunque no llega a roncar. Me gusta que respire
profundo, así la oigo. A veces me da miedo cuando duerme, miedo de
que no despierte. Está tan delgada que en ocasiones, en la penumbra
de esta sala de hospital, veo a un cadáver y no a mi abuela. Cuando
abre los ojos me sacude el alma. Esos ojos castaños y profundos que
ayer me miraron fijamente mientras de su boca salían las palabras
“Magda, volvé a casa cuando quieras, con chico o con chica me da
igual, te quiero, no permitas que te miren torcido por ser quien
sos”. Y pensar que tuve miedo de salir del armario con ella, ¡qué
estúpida fui! No quiero olvidar nunca esos ojos.
No sé cómo
verá ella mis ojos, pero mis labios no cesan de decirle “te
quiero”. ¡Nos debemos tantos te quieros! ¡Tantos abrazos! ¡Nos
debemos tanto! Sé que nuestra partida la partió en mil pedazos. Nos
fuimos a Tenerife (casualidades de ascendencia familiar aparte) en el
2001 cuando empezaba la crisis en Uruguay y mis viejxs se vieron
venir lo que luego pasó en el 2002: hecatombe económica, deudas,
caras tristes, paro, negocios cerrados, suicidios. Nadie nace
emigrante, nos obligan a serlo, nos cuelgan la etiqueta al cuello. En
mi caso mis viejxs y el capitalismo (más el capitalismo que mis
viejxs). Lo cierto es que, desesperada por quedarme en Uruguay, pedí
a mis padres que me dejaran con mi abuela, que no me obligaran a
irme. Pero no me hicieron caso. Yo tenía claro que quería quedarme
donde mi madre me parió, donde había aprendido a hablar y a jugar a
la rayuela, donde soñaba con llegar a vieja junto a mis amigas del
barrio y sentarnos a ver a nuestras nietas jugar juntas; pero nadie
entendía los deseos de mi yo-adolescente. El país se iba a la
mierda y no me consideraban capaz de elegir tan temprano mi futuro,
así que me convirtieron en migrante. Jamás olvidaré aquel fatídico
día. Me subía por primera vez en mi vida a un avión y no era para
irme de vacaciones, era para ver cómo mi país se hacía cada vez
más chiquito en las alturas mientras yo lloraba pensando que nunca
más iba a volver a pisar esta tierra. Miraba a través de la pequeña
ventana del avión e imaginaba que mis pies se estiraban mágica y
elásticamente hasta alcanzar el suelo para quedarme pegada a él
para siempre. En verdad, de alguna manera sí que me quedé pegada a
él: escuchando su música, leyendo sus
periódicos diariamente, oyendo sus emisoras de radio, hablando
continuamente con mis amigas del barrio y del liceo... Viví muchos
años con el cuerpo en Canarias y la mente en Uruguay. Al igual que
mi abuela yo también quedé rota, partida en pedazos. Y ya nada
volvería a ser igual, porque lo cierto es que, si el tal Jesús
marca un antes y un después en la historia occidental, la emigración
marca un antes y un después en mi propia historia. Definitivamente
hay una ruptura drástica en el continuum vital de una persona tras
abandonar su casa, su barrio, su país, e irse con lo que quepa de su
vida en dos maletas... y en el corazón.
Emigrar es
cambiar todo de tu vida, desde la posición de la luna menguante
hasta la taza del desayuno. Significa pasar mucho tiempo
despertándote desorientada, sin saber realmente dónde estás. Es no
visibilizar aquella marca que veías todos los días en el techo de
tu habitación cuando te ibas a dormir. Es perder de vista el árbol
del patio de tu casa que tu propia madre plantó y vos viste crecer
esperando que llegara el verano en el que te diera sombra. Es añorar
hasta el pestillo que girabas para abrir la puerta que te llevaba a
la calle a andar en bicicleta (esa que tus padres vendieron para
pagar el pasaje del avión). Es no escuchar más la cumbia de tus
vecinas a todo volumen cada mañana. Es no sentir el olor del perfume
de tu abuela en su abrazo. Es ser siempre la nueva, la distinta, la
de afuera. Es buscar la cruz del sur y no encontrarla. Es pasarte los
cumpleaños pegada al teléfono o a la computadora. Es una nueva
habilidad por recordar más lo micro que lo macro y obsesionarte con
almacenar todos los recuerdos posibles de tu vieja vida, como una
muerta a la que no querés olvidar, como a una muerta a la que no
querés reconocer como tal.
La que fui
en Uruguay deambula como un espectro entre la vida y la muerte. Puede
que haya gente en Uruguay que me recuerde, pero ya nadie me espera.
Después de tantos años estoy segura de que casi nadie me echa de
menos. He perdido casi todo contacto con las gentes de mi pasado. La
prueba está en que llegué a Montevideo hace diez días y no tuve
prácticamente a quién avisar que había regresado al paisito. En
definitiva acá soy la que se fue, una muerta que no murió, un
fantasma. Y allá la sudaka, la del acento, la que renueva los
papeles en la oficina de Extranjería en el extrarradio, un grano en
el culo de Europa. Mi abuela siempre me ha dicho “este siempre va a
ser tu país, Magda”, pero yo ya no sé cuál es mi país, dónde
está mi país, si se quedó cuando me fui, si se vino conmigo a
vivir a Canarias, si vive sólo en mi nostálgica memoria o si hoy
está acá, entre ella y yo, padeciendo con nosotras esta fría y
húmeda noche de invierno montevideano... Hace mucho frío.
Demasiado. No sólo afuera, también adentro. No hay calefacción en
el Hospital. La verdad que debo ser honesta: he visto casas okupas en
el Estado español en mejores condiciones que este hospital uruguayo.
No me apetece buscar culpables ahora, no es el momento. Pero estoy
segura que se reparten complejamente entre el maldito Colón de 1492,
los gobiernos uruguayos desde la "democracia" burguesa
corrupta y cómplice instaurada en 1830 y cada una de las
generaciones que no hemos derrocado este sistema capitalista,
colonialista e imperialista de mierda. Pero bueh, dije que no voy a
buscar culpables esta noche. Hoy mi abuela es el centro, mi centro,
mi abuela, que comparte habitación con trece mujeres más, nada más
y nada menos. Seremos unas veinticinco personas esta noche aquí,
entre internadas y acompañantes. Cada una de las internadas debe
traer su propia acompañante porque acá nadie está pendiente de vos
si tenés sed o querés ir al baño o te measte encima. Por eso estoy
acá esta noche y todas las noches igual que las demás. Hablo en
femenino porque todas las acompañantes somos mujeres, ¡qué
casualidad! (nótese la ironía). Nosotras siempre cuidando, ¡carajo!
¡Esto no cambia más! ¡Me cago en este sistema patriarcal de
mierda!
Mi abuela se
mueve en la cama, parece que fuera capaz de oír mi ira interior.
Siempre dice que me enojo mucho, que soy demasiado peleona. Está
boca arriba y hace fuerza para girar sobre sí misma y así poder
dormir de costado. Tras un movimiento lento se ha quedado mirando de
frente hacia mí. ¡Qué linda que es mi abu! Cuando logro disipar mi
miedo a que su sueño sea muerte soy capaz de ver toda su hermosura
en esplendor: su piel morena de terciopelo, sus canitas, los años
caminándole por sus arrugas perfectas... Ayer se quedó sin ropa
limpia y le presté una camiseta mía. Ahora el lema "Visca la
lluita feminista” cubre su pecho y el vientre del que
indirectamente provengo. “Feminista”, esa palabra que abrazo y
encierra el porqué de no darle bisnietxs; el porqué de no casarme
ni cuidar a un hombre (hasta el odio) como hizo ella; el porqué de
la mezcla de sentimientos que me inundan esta noche mientras la
observo en la penumbra: admiración por su fuerza y resistencia; amor
y agradecimiento por todos sus mimos de lejos y de cerca; y un odio
rotundo y gigantesco por el machismo de mierda que relegó su
curiosidad infinita a la finitud del hogar. “¡Sos tan original,
reina de la abuela!”, me diría con tono burlón si me oyera los
pensamientos ahora mismo. Me lo dice cuando discrepa conmigo pero no
quiere discutir, que es casi siempre. Luego también está su “Aunque
seas roja yo te quiero igual”, besito en la frente y tema zanjado
para esta señora de derechas convencida y practicante. De derechas,
pero mira la Televisión Española a través de la televisión por
cable porque dice que de esta manera no sólo se siente más cerca de
nosotrxs sino que, además, sueña con verme a mí algún día, a su
nieta “la rebelde”, en alguna de las imágenes de manifestaciones
que suelen emitirse en los noticieros. “¡Una manifestación! ¡Por
ahí debe andar Magdalena!”, cuenta que piensa y me busca entre la
muchedumbre. Yo por mi parte evito explicarle que nunca me va a
encontrar, que las noticias de la colonia canaria casi no salen en la
Televisión Española. No quiero romperle su ilusión.
Qué curioso
que me busque. Ni siquiera yo me he encontrado aún. Hoy, por
ejemplo, me anduve buscando en la moña azul de una niña del ómnibus
número 546 cuando venía de camino al hospital a hacerle el relevo a
mi tía, con quien nos turnamos la mayoría de las horas de
acompañamiento. Siempre tomo el 546. Seguro que hay muchos otros que
me sirven para ir al Hospital desde la casa de mi tía, pero lo
desconozco. Me cuesta hacerme a los caminos. Me fui tan joven que
nunca terminé de conocer Montevideo y durante mis escasos regresos,
cuando ya me voy adaptando un poco a ella y a sus recovecos, me
interrumpe siempre el timbre de la partida ¡y avión conmigo!
Cada vez que me voy me olvido de todo. Cada vez que vuelvo es un
volver a empezar. Esta vez con el 546 hacia el Hospital, con la niña
de la moña azul como mapa. Se subió dos paradas después que yo,
iba o venía de la escuela. Yo estaba sentada al fondo y ella dos o
tres asientos más adelante pero en diagonal a mí, y me quedé
mirándola ensimismada. La moña azul junto con la túnica blanca
componen el típico uniforme de la escuela pública uruguaya. Yo
llevé ese mismo uniforme. Cuando era pequeña odiaba esa moña, mi
madre siempre me andaba persiguiendo para planchármela porque decía
que no podía andar toda arrugada, que la gente iba a pensar que no
tenía madre. Ya de mayor me empezaron a parecer hermosas esas moñas
y trasladé mi odio directamente a la plancha y a la obligación de
las madres de tener a sus hijas bien planchadas. Abstraída en mis
pensamientos, algo se removió en mí, algo intentaba encajarse.
Miraba a esa niña en la distancia de mis treinta años y sentía que
de alguna manera yo había sido ella, pero lo había olvidado; fui
ella en otro tiempo, pero ya no lo era. Magdalenita de túnica blanca
y moña azul tomando el ómnibus para ir a la escuela: parte del
espectro, trozo de la vida que nunca quiso morir. Pensé por un
momento que era simple nostalgia de la edad, pero no, no lo era. No
sólo miraba a esa niña con la distancia del tiempo, había otro
tipo de distancia entre nosotras, una distancia que está relacionada
con esta sensación que me invade últimamente de sentirme turista en
mi propio país (¿lo soy?), y de ir observando todo como una simple
espectadora, como si ya no perteneciera a él (¿pertenezco?). Miro a
esa nena y miro para atrás en mí: me reencuentro con la niña que
fui en los brazos de mi abuela, de la mano de mi madre, callejeando
Montevideo yo también de moña azul, en mi escuela, en mi barrio...
Algo se encaja en mi interior. La miro, me miro, e identifico el
abismo. Hay un abismo de años y algo más. Algo que al mirar en el
espejo delata que no soy la que fui. Algo que me grita, al mirar la
ciudad por la ventana del bus, que mi país es un completo
desconocido para mí y yo una completa desconocida para él; que ya
no pertenezco a este lugar ni a ningún otro. Yo, la boluda que
siempre me creí una pieza de este puzzle celeste, miro a esa nena y
asumo que soy una pieza perdida sin puzzle. Porque emigrar te rompe
algo adentro, algo que ya no tiene arreglo. Digamos mejor que emigrar
te hace añicos el
adentro y ya nunca más
tenés adentro, quedás condenada a ser siempre un afuera
estés donde estés; porque si pertenecés a algo ahora es al grupo
del tránsito, al grupo del no-lugar, a los despertenecientes o a las
despertenecidas. En Uruguay soy la que se fue. En España soy la que
llegó. Me haré una casa en el Atlántico. Habitaré el mar. La
parada de bajada en el Hospital me sorprendió, para no variar,
huyendo de mi realidad.
Camino al
Hospital me compré unos bizcochos. ¡Los extrañé mucho también! Y los alfajores. Y el fainá. Y la polenta. Y ya paro, que la lista
de mis nostalgias es muy extensa. Es difícil de explicar, pero se
extraña absolutamente TODO cuando te vas. En los emails que escribía
a mis amigas del barrio recuerdo decirles que extrañaba hasta el
agua podrida (aguas fecales) que recorrían de esquina a esquina la
calle donde vivíamos. Se reían de mí. ¿Cómo es posible extrañar
hasta eso? Definitivamente los caminos de la identidad son
inescrutables. Yo no tomaba mate antes de irme de Uruguay, no
escuchaba murga ni folklore uruguayo, y un día jugando al
Tutti-Frutti (un juego de preguntas y respuestas) no supe responder a
la pregunta “¿Un país con U?”. Hoy ese país con U se me anuda
en la garganta cuando me preparo el mate en tardes de saudade y pongo
a Zitarrosa a cantar que el candombe del
olvido me devuelva lo perdido.
El mate, mi
fiel compañero en tardes de saudade y también estas largas noches
junto a mi abuela en el Hospital, bebida amarga que me endulza el
alma y me hace más llevadero el tic tac. No sé cómo pude
despreciarlo tanto tiempo, ahora no sabría vivir sin él. Es pura
magia, sin lugar a dudas. Tanta magia que, como es algo que se suele
compartir, resulta también un gran promotor del hablar y del hacer
comunidad. Alrededor del mate tuve las más lindas conversaciones con
mi abuela, y quizás también la más dolorosa. Esta última la
recuerdo perfectamente, fue durante uno de los pocos reencuentros que
tuvimos en mis quince años de vida migrante y la única vez que ella
pudo viajar a Canarias a visitarnos y a conocer la tierra de sus
abuelxs. Estábamos mateando por la tarde en el patio de mi casa,
poniéndonos al día, hablando sobre la distancia y el tiempo, y de
repente se hizo un silencio, y con un tono triste y resignado me
preguntó:
“¿Quién nos va a devolver todos estos años, Magda?”
Cinco años después de aquellos mates, en esta fría noche uruguaya de hospital, sentada yo al lado de la cama en la que ella lucha contra la muerte, inevitablemente, escucho el eco doloroso y taladrante de su pregunta sin respuesta.
“¿Quién nos va a devolver todos estos años, Magda?”
Cinco años después de aquellos mates, en esta fría noche uruguaya de hospital, sentada yo al lado de la cama en la que ella lucha contra la muerte, inevitablemente, escucho el eco doloroso y taladrante de su pregunta sin respuesta.
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